Damas y caballeros,
buenas gentes de Teruel, forasteros y forasteras, amigas y amigos todos,
sabed que me sentí muy honrada ante la invitación de pregonar la fiesta
de las bodas de Isabel y de Diego, pero cierto es que pronto, además de
la alegría y de la ilusión iniciales, di en experimentar algo así como
un mareo desconcertado: ¿de qué podía hablar? Es más… ¿y cómo se
pregona? Sin embargo, estas dudas tardaron muy poco en disiparse, pues
quienes me solicitaban que viniera a compartir la fiesta con ustedes me
lanzaron una pregunta-reto de esas que no permiten detenerse, una vez
que han sido formuladas. Me llamaron, sospecho, sobre todo por afecto,
pero también me reclamaban en mi condición de historiadora amante de
pergaminos y de papeles viejos. Las cuestiones encadenadas que me iban
planteando quienes me convocaban no sólo eran muy bellas y despertaban
mi interés, sino que se encontraban llenas de misterio:
¿Qué hizo Isabel de Segura durante los cinco años en los que estuvo
esperando el regreso de Diego? ¿Qué fue de ella? ¿A qué se dedicó?
¿Dónde vivió y con quiénes?.
Verdaderamente no eran preguntas de fácil respuesta, de modo que hablé
con gente a la que conozco y que tal vez podía ayudarme, anduve por las
salas menos frecuentadas de las Bibliotecas de diversas ciudades,
indagué por Archivos, no sólo aragoneses, y, finalmente, alguien cuyo
nombre no debo desvelar, un buen amigo, me concertó una cita con los
herederos de los que fueran Marqueses de Mediampérez. El creía, y puedo
decir que no se equivocaba, que tal vez entre los legajos del antiguo
Marquesado podría hallar alguna clave sobre el lustro de espera de
Isabel de Segura del que nada sabíamos.
Tras remover diplomas y cuadernillos, fragmentos de libros de cuentas y
de bastardelos, documentos privados con testamentos, cartas públicas y
capitulaciones matrimoniales; tras consultar restos de actas y muchas
notas sueltas; cuando ya empezaba a desesperarme porque el tiempo
apremiaba y mis pesquisas seguían siendo estériles, en una caja con
folios y cuartillas variopintos del siglo XVIII apareció un librito,
cosido con cáñamo y encuadernado en pergamino. Un volumen pequeño con
letra gótica aragonesa del siglo XIV al que le faltaban algunas hojas,
pero que relataba distintos episodios de la historia de una dama
fascinante que había vivido en Teruel un siglo antes. Así, gracias a
este documento inédito, me fue dado poder reconstruir, al menos en sus
líneas maestras, la segunda parte de la vida de la dueña emparedada de
Santa María. A partir de esa fuente conductora, muchos otros indicios
dispersos encajaron como en un rompecabezas y, aunque no es del todo
seguro, es muy probable que la niña y luego doncella Isabel que el
librito menciona sea precisamente Isabel de Segura, la amada de Diego
Martínez de Marcilla.
Así, señoras y señores, buenas gentes de Teruel, les ahorro el proceso
que subyace y paso a relatarles la historia tal como pudo ser:
Entre los recuerdos infantiles de Isabel de Segura, entre brumas, pero
con detalles sorprendentemente vivos, se instaló para siempre en su
memoria un atardecer otoñal, aquel en el que doña Mayor Gómez realizó el
rito enigmático y hermoso de su reclusión. Isabel, muy niña, vio con los
ojos abiertos como platos a doña Mayor convertirse en la dueña
emparedada.
Doña Mayor protagonizó con lucidez, voluntad y consciencia su propia
muerte. Vestida de luto, con el velo negro cubriéndole la cara, doña
Mayor Gómez, la impresionante mujer llegada a Teruel desde Dios sabe
dónde, se encaminó solemnemente hasta la iglesia de Santa María, y allí,
junto al muro del templo que da a la plaza, se tumbó en el suelo,
quedose muy quieta, cruzó sus manos a la altura del pecho, inspiró
profundamente y expiró de manera indubitable en lo que todos y todas las
presentes entendieron que era el simulacro de su último suspiro.
Había candelas
encendidas, sonaban cantos fúnebres y el olor a incienso impregnaba el
ambiente. Acto seguido, las campanas tocaron a muerto. Pudo oírse algún
sollozo y algún lloro aislado, pero todo fue suave y sin estridencias,
todo sentido y consentido, puesto que doña Mayor representaba su propia
muerte siguiendo su deseo.
Finalizado el
acto y ante una multitud que no quería perderse detalle, ya que era la
primera vez que en Teruel se veían tales cosas, doña Mayor Gómez, que
había muerto para el siglo y no pertenecía plenamente al mundo pese a
estar en él, entró por su propio pie en la habitación que hacía días
habían terminado: un cuarto no muy grande adosado al muro de la iglesia.
Isabel seguía los acontecimientos apretándose a las sayas de su madre,
sin apenas atreverse a tragar saliva, con el temor y el respeto
sobrecogido e intuitivo que toma a ciertos niños y niñas cuando
barruntan que están presenciando algo muy grande.
Una vez que doña Mayor se encerró en aquella habitación o celda levantada
a propósito para ella, se tapió la puerta y se selló para siempre. Así
la dama quedó murada hasta el día de su muerte corporal. Sólo dos
agujeros permitían la conexión de la dueña con el entorno: por un lado
se practicó una oquedad que permitía a doña Mayor seguir las misas que
se celebraran en la iglesia, por el lado exterior se dejó una ventana
con una reja, que estaba en alto. Cuando doña Mayor deseaba atender o
hablar a las gentes, se subía a un tablado, a una plataforma, descorría
el paño pardo y por el ventanuco dejaba ver su rostro. Por este enrejado
le hacían llegar el agua y alimento y alguna cosa no demasiado grande y
necesaria.
Doña Mayor Gómez, al retirarse del siglo encerrándose entre aquellas
cuatro paredes, acaso sin proponérselo convirtió su habitación en el
centro del mundo, pues su celda fue tornándose corazón y mente de la
villa. La curiosidad inicial que suscitaba su persona, algo que -a decir
verdad- no se llegó a extinguir nunca, devino pronto admiración y
gratitud por parte de las gentes que, cada vez más, acudían al pie de su
ventana para charlar con ella, confiarle sus problemas y cuitas, pedirle
consejo y consuelo, y para escucharle hablar del Amor con palabras que
traducían sentimientos muy hermosos. De tarde en tarde, muy de tarde en
tarde, inesperadamente, se alzaba la voz potente pero dulcísima de la
dama, de timbre más grave que agudo, que cantaba canciones, a veces
alegres, a veces tristes; una voz que en una lengua extraña entonaba
poemas que en ocasiones parecían hablar de nostalgias y ausencias de
otras gentes y de otras tierras. No era fácil saber cuándo iba a cantar
en aquel sonoro idioma que ella un día declaró que era la lengua que le
enseñó su madre cuando niña. La lengua de las caricias, de las nanas y
de los juegos infantiles. La primera lengua en la que aprendió a nombrar
las cosas del sentir y las cosas del mundo.
El año en el que tembló la tierra -ya llevaba bastante tiempo
emparedada-, muchas mujeres y no pocos hombres de Teruel acudieron a
doña Mayor suplicándole que orase e intercediera con sus rezos para
evitar destrozos y catástrofes en las personas y en los campos. Tenían
mucho miedo. Habían ido en procesión llevando a sus hijos con ellos para
conmover el oído divino. Seguían teniendo miedo. La tierra se movía y
agrietaba y parecía que hubiera enloquecido. Y doña Mayor se recogió en
su celda y rezó por Teruel en su lengua materna, y rezó en latín, y rezó
en el idioma de los turolenses, y lloró largamente por su suerte… Los
temblores ya no sacudieron más a la villa, y la fama de santidad de la
mujer llegada de lejos creció y se propagó como onda en el agua y
traspasó los contornos de la villa. La emparedada resultaba agradable a
Dios, nuestro Señor, y era bueno que morase aquí.
Se cuenta que a doña Mayor le enternecía sobremanera y le procuraba
especial solaz hablar con la madre de Isabel y con la niña, una preciosa
nena que crecía espabilada y ocurrente; lista, muy lista. Se dice que
fue precisamente la madre de Isabel quien le llevó a la celda varios
manuscritos costosos que recogían las leyes y costumbres de estas
tierras, algo que doña Mayor Gómez había demandado, pues cada vez eran
más las personas que acudían a ella para que asesorase y mediase en los
más dispares asuntos que les enfrentaban: unos mojones que se sospechaba
habían sido movidos por la noche, un contrato incumplido, unas arras de
infanzona mal resueltas, aperturas de huecos de luces que violaban la
intimidad de los vecinos, e incluso enfrentamientos entre grandes
familias turolenses que amenazaban la concordia y la paz. Y doña Mayor
estudiaba a fondo las leyes, pero luego, tras tenerlas en cuenta,
dictaba sentencias poniendo sólo a Dios ante sus ojos, centrándose en su
hondura y ciñéndose a su conciencia profunda. Sus sentencias estaban tan
llenas de compasión y de comprensión, buscaban tanto el Bien y conciliar
a las partes litigantes, que sus resoluciones se tenían por ejemplo de
justicia, pero también de misericordia.
A doña Mayor le placía escuchar la vocecita aguda de Isabel contándole
anécdotas de sus primas y de los enfados con sus amigas, describiéndole
el vestido nuevo que le estaban haciendo para Pascua y hablándole de sus
dificultades para aprender a trazar letras bonitas, hacer cuentas, o
bordar menudo y con distintas puntadas. Eso sí, tras las quejas por los
sinsabores del aprendizaje, la niña solía rematar muy ufana: -“Leer, ya
leo”.
Pasado el tiempo, doña Mayor recibió las confidencias de Isabel que le
hablaba de un mozo singular, apuesto y lleno de valentía que se llamaba
Diego y no tenía fortuna. Y desde su emparedamiento la dueña pudo
percibir y reconocer el temblor de la voz de una doncella enamorada.
No parece haber acuerdo sobre quién tuvo la idea, si doña Mayor o la
propia Isabel, pero aconteció que la dueña emparedada cayó gravemente
enferma. Por entonces Isabel ya debía contar en torno a catorce años,
una edad plena, de modo que ayudada en la empresa por su madre, la
doncella se ofreció a encerrarse con la dueña para acompañarla y
atenderla durante cinco años. Era una solución óptima para ambas, pues
doña Mayor contaría con los cuidados de la joven a la que tanto amaba e
Isabel, por su parte, podría nutrirse con la sabiduría de la dueña
durante el lustro que la muchacha había jurado esperar a Diego, mientras
él emprendía el viaje imprescindible para ganar fama, nombre y caudal.
Emparedada junto a una dama tenida por santa viva, Isabel bebería de su
magisterio al tiempo que pocas ocasiones tendrían sus familiares para
importunarla hablándole de alianzas, deberes y estrategias
matrimoniales. Aún más, dada la óptima fama de doña Mayor Gómez,
compartir su celda elevaría la consideración de las gentes hacia Isabel
y no sólo no habría merma de status, sino que cuando saliera de entre
los cuatro muros, lo haría engrandecida por la experiencia.
A la hora de prima se abrió la pared que años antes se clausurara, y allí
se encerró Isabel con doña Mayor Gómez. Al toque de nona apenas quedaban
rastros, sino de humedad, de la grieta practicada en el muro para que la
doncella se incorporase a la celda adosada a Santa María.
Se iniciaron entonces los mejores años de la vida de Isabel, los más
fértiles y plenos. Nunca nadie supo a ciencia cierta la naturaleza del
mal que afectaba a la dueña, pero sí era notorio el cuidado amoroso con
el que Isabel atendía su cuerpo, culminando la labor de un red solidaria
de mujeres que buscaban y elaboraban los mejores remedios para aliviar
los dolores que la dueña a veces padecía.
Cuando el mal se
retiraba transitoriamente, doña Mayor predicaba, y nunca se oyó en
Teruel a maestro en Teología que supiera decir tan bellas y sensatas
palabras. Doña Mayor no hablaba de oídas ni repetía lo que había
escuchado, la dueña emparedada se dejaba deslizar hasta lo más recóndito
de su interior y allí vivía experiencias de Amor que traducía, o tal vez
ni siquiera fuera eso, pues las palabras le venían dadas y sólo era mera
transmisora de lo que Otro, el Único, su Amado, le decía.
Hablaba de un Amor con mil facetas insondables y siempre el mismo, un
Amor restaurador y gozoso, un Amor que era fuente infinita y del que
cuanto más se bebía más manaba, pero mayor era la sed de gustoso que
resultaba. Hablaba de un Amor de fuego que abrasaba purificando todo y
encendiendo hasta el rincón más aparentemente yerto. Hablaba del verdor,
del renacer eterno, de la riqueza inmensa de los pobres… Evocaba al
Pastor amoroso que llamaba por su nombre a cada oveja y a ninguna
confundía, dejándose conmover en sus entrañas humanas y divinas.
Isabel no se cansaba de escucharla y aprender; copiaba febrilmente sus
palabras e ideaba mil signos para escribir más rápido y poder atrapar
con su escritura lo que la maestra de Amor transmitía y enseñaba. Doña
Mayor oraba, cantaba, predicaba incansablemente, bendecía a las gentes,
derramaba consejos e intentaba volver a unir lo que el odio o la envidia
habían fragmentado. Doña Mayor era un ascua de Luz que lucía en el
centro de la villa.
Entre las muchas personas que acudían a escuchar sus poemas y sus
palabras, dio en frecuentar el ventanuco de las emparedadas el señor de
Azagra. En ocasiones, cuando la dueña se encontraba especialmente
fatigada, era Isabel quien leía con su voz cantarina los mensajes que el
Amor, por mediación de doña Mayor, dejaba para Teruel y sus gentes, y
también para los forasteros y forasteras que se acercaban hasta el muro
de Santa María atraídos por la imparable fama pública que hablaba de
santidad en vida.
El señor de
Azagra apenas podía atisbar un rostro. Recordaba vagamente a Isabel
siendo niña, una niña muy viva, sí, preciosa y muy lista; ahora, años
después, su voz que hablaba del Amor, le encendía, de manera que sus
oídos fueron los portadores del mensaje que no podía entrar al alma por
los ojos. Asaeteado por amor empezó su indagación para saberlo todo de
la doncella, y poco después inició la negociación para hacerla su esposa
cuando dejara su enclaustramiento y saliera de nuevo al mundo…
El resto de la historia, buenas gentes de Teruel, ya lo conocéis y vais a
verlo.
Sólo me resta deciros que todavía desconozco el último capítulo de la
vida de doña Mayor Gómez, aquella mujer sabia que adoptó tal nombre
castellano cuando es probable que se llamara Hadewij, Rosvita, Guillerma
o tal vez Timbor…
Desde que me pidieron que viniera a pregonaros la fiesta hablando del
lustro que Isabel de Segura esperó a Diego, mi vida ha cambiado mucho, y
no es mala tarea la que ahora me acompaña, pues no pasa semana en la que
no busque las notas que tomó Isabel de Segura. Algún día, no lo dudéis,
aparecerán los poemas, las canciones y los sermones de Amor de la dueña
emparedada de Santa María.
Damas y caballeros, forasteras y forasteros, buenas gentes de Teruel,
regocijaos, disfrutad de la fiesta y celebrad el Amor y la Vida, que de
eso se trata, pues la historia que os acabo de contar bien pudo haber
sido cierta.
María del Carmen
García Herrero
|