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Amigos, paisanos, visitantes, autoridades, amantes todos: hoy me
dais la oportunidad de convertirme en trovador por un día y en
heraldo de buenas nuevas. Y este turolense que os habla os lo
agradece de corazón.
No sé si sabéis que los trovadores fueron una estirpe extraña,
hombres capaces de convertir el lenguaje convencional en
lenguaje convenido, ocultando con frecuencia tras sus versos
cuestiones de gran secreto e interés.
Hoy, con la historia que pretendo contaros, os revelaré uno de
ellos. Uno de los que me son más queridos.
Atended, pues.
En algún rincón del Sur de Francia, en las onduladas tierras de
la Occitania, poco antes de que Teruel viviera la gesta de amor
de Diego Marcilla e Isabel de Segura, nacieron a un tiempo
varios milagros de nuestra civilización: allí vieron la luz los
primeros libros sobre el Grial, las primeras cartas del tarot,
el juego de la Oca, la cábala hebrea, nacieron los pioneros en
el arte de trovar –esto es, de encontrar o de inventar
historias; los trovadores. Esos a los que hoy represento- pero
sobre todo, vio la luz el amor cortés.
“Amor cortés”. Algunos expertos han visto en ese término el
disfraz de aquellos adulterios aprobados en tiempos de férrea
disciplina religiosa; otros, en cambio, sólo una locura propia
de los libros de caballerías. Pero estimo que tras esas dos
palabras se esconde más. Mucho más.
Os lo contaré.
A diferencia del amor griego y libidinoso inspirado en el Ars
Amandi de Ovidio, esa nueva forma de entender el vínculo entre
un hombre y una mujer era sublime. En realidad, en ella no
prevalecía ni la pasión ni la satisfacción del instinto
inmediato, sino que en ese nuevo amor el caballero amaba por
amar. Se entregaba a su dama como si fuera su vasallo, sin
esperar nada a cambio. Su gesta tenía mucho de melancólico, de
nobleza, gallardía, generosidad, lealtad y elegancia. En suma,
de cortesía.
¡Qué tiempos!
Como muchos supondréis, amor tan cortés duró poco en la
Historia. Y tenéis razón: apenas trescientos años. Entre los
siglos XII y XV, para ser exactos. Pero no por casualidad el
evento que nos ha reunido aquí nació en esa época. La misma que
alumbró tantos mitos, anhelos imposibles, gestas de dragones,
tesoros de moros y misterios.
Dice nuestra leyenda –que en latín no significa sino “aquello
que debe ser leído”-, que a principios del siglo XIII, justo
aquí, dos muchachos se enamoraron perdidamente el uno del otro.
Diego era un hijo segundón, al que no correspondía herencia ni
fortuna alguna, pero que aún así pretendió con todas sus fuerzas
a Isabel, bellísima doncella de esta villa. Su familia no aprobó
nunca la unión, aunque concedió a Diego un plazo de cinco años
para que regresara a Teruel colmado de riquezas y hazañas. Unos
méritos difíciles que el joven sólo podría conquistar guerreando
contra los infieles.
¡Cinco años!
¿Sabéis lo que es eso?
Mil ochocientos veintiséis días.
Y otras tantas noches.
Casi cuarenta y cuatro mil horas de larga espera.
Isabel perdió la esperanza. Y su padre, deseoso de apartarla del
ensueño de aquel joven incauto que aceptó la más dura de las
pruebas para merecer su amor, la casó al cumplirse el quinto año
con Pedro de Azagra, un noble del señorío de Albarracín.
Pero aquel Diego –ya lo sabéis- cumplió con su palabra de amante
cortés: regresó triunfante de la prueba iniciática a la que fue
sometido. Y como en toda iniciación que se precie, desde los
remotos Ritos de Eleusis a las tenidas de la moderna masonería,
en la que uno muere a su vieja vida para nacer a la nueva, Diego
retornó siendo héroe y caballero.
Era ya tarde.
Isabel estaba casada. Y Diego, que sólo pidió un beso a la
novia, recibió la fría negativa de su Dama. Y con ella la
desesperación que lo condujo a la muerte.
Nuestro caballero murió de amor. Pero había cumplido el primer
mandamiento de ese extraño amor cortés inventado en el cercano
Languedoc por Guillermo IX de Poitiers, el primer trovador del
que conocemos su firma y poemas, y que vivió sólo ochenta años
antes de este drama. Ese mandamiento dice que el amor cortés no
se consuma nunca. Y añade que la Dama, tras someter a las
pruebas de fidelidad y obediencia a su candidato, nunca dará su
carne como premio.
¡Extraño asunto el del amor cortés!
¡Y misterioso!
Quizá no sea casualidad que éste naciera en tierras de los
herejes cátaros, que rechazaban las uniones maritales como obra
del mismísimo diablo, y que hacían lo imposible por no traer al
mundo nuevas almas que, según creían, quedarían encerradas en la
abominable prisión del cuerpo humano. Para ellos, sólo el reino
del espíritu importaba. El mismo al que decidió unirse Isabel de
Segura cuando, muerto Diego, accedió a darle el preciado beso
que le negó en vida. Dicen que Isabel murió en el acto,
acompañándole así a un desposorio eterno, muy lejos de ese
matrimonio de conveniencia que la ató por poco tiempo en vida.
Este, y no otro, es el misterio de las bodas que hoy celebramos.
La mortal y perecedera con un hombre al que Isabel no amaba,
frente a la inmortal, eterna, que contrajo con Diego Marcilla al
entregarle su alma.
El Mal frente al Bien.
Las sombras en oposición a la luz.
La eterna lucha de los opuestos.
Aunque en este asunto, no es menos misterioso que la más
hermosa, la más completa y dramática historia de ese amor cortés
que jamás se haya escrito en el Sur de Europa, sea ésta de los
Amantes de Teruel. Tal vez su origen haya que buscarlo en la
visita que aquel primer trovador, Guillermo IX de Poitiers,
señor de Aquitania, nos hizo en 1120. Junto a nuestro Alfonso I
de Aragón derrotó a los almorávides cerca de Calamocha, en la
batalla de Cutanda, y tal vez allí, al fragor del fuego de
campamento, cantó sus poemas de amores imposibles por vez
primera en tierras turolenses.
La Dama de sus textos es como el Grial, cuyas leyendas nacerían
también en los tiempos de Diego e Isabel. Esa Dama, como la
Sagrada Copa, siempre se antojó algo valioso e inalcanzable;
algo que exigía la mayor de las purificaciones antes de poder
ser tocado. Quizá por eso, en aquellos mismos siglos, nació
también el término “Notre Dame”, Nuestra Dama, para referirse a
la Virgen. Un vocablo inherente al secreto del amor cortés, que
expresaba así sus más altos ideales y que dio nombre a tantas
catedrales góticas del Viejo Mundo.
Amigos, paisanos, visitantes, autoridades, amantes todos:
celebremos este año nuestro recordatorio de aquella trascendente
aventura de Diego e Isabel, reconociendo que tras ella se
encuentra una enseñanza profunda y bella. La que nos dice que el
amor verdadero es el sublime. El que nos hace morir… para darnos
a continuación la inmortalidad.
Esa es la alquimia verdadera del Grial. El verdadero elixir de
la eterna juventud. La única piedra filosofal.
¡Viva el Amor!
¡Viva Teruel!
¡Vivamos (eternamente) todos!
Javier Sierra - 2007
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