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Vínculo con la leyenda
EL AGUADOR Y EL JINETE
Por Julio Martínez Beltrán
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El Sol había alcanzado su
culminación y el fuerte calor se dejaba notar. El aire golpeaba
el rostro de un jinete que, a galope, cabalgaba por un camino
bordeado de campos y cuyos labradores ya hacía tiempo que habían
dejado de faenar en espera de que el Sol amainara su furia.
En un instante, el jinete detuvo la marcha y se quedó observando aquello
que hace muchos años dejó: las murallas de su ciudad. La ciudad de Teruel.
Muchos recuerdos invadieron al misterioso jinete y conforme se iba
alimentando de ellos, su rostro se iba transformando lentamente hasta
alcanzar una expresión que denotaba una extraña y contenida felicidad. Al
poco, inicio la marcha y pronto divisó la ermita de la Villa Vieja. A su
paso por el santo lugar, su corazón aceleró los latidos. Poco después, el
camino discurría su paso por el Molino del Rey, Monasterio de San Francisco
y Hospital de San Sebastián.
En frente tenía una de las entradas a la ciudad: la Puerta de Daroca. Se
detuvo unos instantes y después de dudar, decidió tomar el camino de la
izquierda que conducía a la Puerta de Zaragoza. Quería ver a su ciudad como
la dejó años atrás, llena de vida con sus gentes por las calles. Y para
ello, nada mejor que hacerlo por la Calle Tozal, llena de comerciantes,
botigas, almacenes y bodegas para luego desembocar en la plaza Mayor, centro
álgido de la vida ciudadana y donde estaba instalado el mercado. |
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Pero al llegar al Postigo de San Miguel, pareció pensarlo mejor y,
tirando de las riendas, obligo a su caballo a dirigirse nuevamente hacia la
Puerta de Daroca. Esta entrada le permitiría llegar a su destino más
discretamente y evitar que alguien pudiera reconocerlo y perder tiempo.
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Después
de atravesar la Puerta de Daroca, inició la subida por la calle
Andaquilla. Al poco, le llamó la atención un hombre que, apoyado en los
muros de la iglesia de San Martín, no dejaba de maldecir y blasfemar.
El jinete, pensando que le había ocurrido alguna desgracia, se le acerco:
- ¿Qué os sucede buen hombre, puedo
ayudaros en algo?
El hombre se sentó en el suelo. A su lado tenía dos tinajas de diferentes
tamaños y llenas de agua que debía transportar apoyando una sobre la espalda
y la otra sobre el pecho ayudándose con unas cuerdas.
- Juro que prefiero morir antes que
continuar con este trabajo cuyo peso es imposible de soportar. Y este ya es
el quinto viaje que acarreo agua desde la fuente de la Peña del Macho.
¡Antes morir que ser aguador!
El jinete comprendió que no se trataba de nada grave y trató de
consolarlo.
- Pero, aguador, ese peso que debes acarrear te
permite vivir a ti y a los tuyos. Además, si hoy es el quinto viaje que
realizas, he de juzgar que el negocio os es más que favorable. |
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- No os llevéis a engaño, buen señor, pues todo lo que reluce no es oro.
Hoy tengo un trabajo extra: la celebración de la boda de Isabel de Segura
con el señor Azagra de Albarracín han dejado vacías todas las tinajas de la
casa de Don Pedro de Segura y ahora tengo llenarlas sin demora alguna.
Aquellas palabras transformaron el rostro del jinete, que petrificado por
lo que acababa de oír, quedó como ausente de todo lo que le rodeaba. Las
palabras del aguador le hicieron ver una realidad que hasta ese momento se
negaba a reconocer.
El aguador, preocupado por el aspecto del jinete, que parecía que se iba
a desvanecer y caer de su montura, se le acerco:
- Señor, señor. Qué os sucede. Parece como si
de repente hubierais visto al mismísimo diablo.
El jinete, haciendo un enorme esfuerzo y muestra de su
cortesía, le contesto:
- Aguador, sigue y no abandones tu oficio, pues el
peso que tú debes de soportar te permite vivir. Sin embargo, el que en estos
momentos llevo yo en mi corazón, os aseguro que es un peso que no puedo
llevar ni soportar.
El aguador, asustado y contrariado ante el lamentable estado del jinete,
afirmó:
- Os juro, señor, que si el causante de vuestro
estado y de la expresión de vuestro rostro es ese peso invisible que decís
llevar en el corazón; a buen seguro que podré con esas dos tinajas y cuatro
más como ellas.
Cuando el jinete inició su marcha, abatido y dejándose llevar por su
caballo, el aguador le preguntó:
- Señor, puedo saber su nombre.
Y el jinete, ya sin fuerzas, le contestó:
- Diego de Marcilla.
Al día siguiente, el aguador se enteró de la muerte de Don Diego de
Marcilla. En la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la extraña muerte
de Don Diego. Pero por inexplicable que ésta parezca, el aguador sabía que
la falta de un beso era suficiente para aumentar el peso y dejar sin latido
su corazón.
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HISTORIA
Por Julio Martínez Beltrán |
En la Edad Media la existencia de agua potable en la ciudad de Teruel
para abastecimiento de sus pobladores, era un verdadero problema.
A pesar de encontrarse la ciudad de Teruel bordeada por el río Turia,
ésta se halla asentada a 40 metros sobre el cauce del mismo, carece de
manantiales en el interior de su recinto amurallado y, aunque hoy en día
sabemos que está documentada la existencia, en aquella época, de un pozo en
el barrio de La Morería situado al lado de la Mezquita que había junto a la
actual iglesia de San Martín; la posibilidad de extraer agua mediante
excavaciones resulta casi imposible debido a la profundidad del nivel
freático.
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Antes de la construcción del Acueducto, nuestros antepasados debían
recorrer un largo camino fuera de la ciudad para recoger el agua que
necesitaban diariamente. Cuando precisaban grandes cantidades, se veían
obligados a hacer varios viajes al día a las fuentes de Martín Rivera, en
los límites del término agrario; la de San Blas, que da el agua a esa
pequeña población y origina la acequia de Valdeavellano; la fuente de los
Codoñales, en las partidas de la Cascaxares y la fuente de la Peña el Macho,
cuya agua, a dos kilómetros de la puerta de San Miguel, aprovechará Pierres
Vedel en el siglo XVI para traerla a la ciudad.
El agua en las viviendas se almacenaba en tinajones y cubas. En las casas
pudientes, eran los criados quienes se encargaban de que el agua no faltase.
Pero también existían unos diligentes profesionales que cubrían esta
necesidad: los aguadores. |
Los aguadores llenaban sus cubas en las fuentes y las transportaban
en pequeños carros tirados por asnos. Recorrían toda la ciudad vendiendo el
líquido elemento y facilitaban a sus habitantes el abastecimiento de sus
hogares, eso sí, previo pago de una cantidad de dinero.
Es posible que los aguadores no pagaran ningún tipo de impuesto por
desempeñar su labor a cambio de mantener limpias las fuentes y acudir
obligatoriamente con sus cubas a sofocar cualquier incendio que se
produjese.
El Arrabal se abastecía de la Fuentebuena, y utilizaba la Fuentemala para
abrevadero y para fines artesanales de los olleros.
Ante la falta de agua potable, se cree que los moros debieron construir
un colector de aguas en la puerta de Daroca y de un aljibe para extraer agua
para el consumo.
En los siglos XII, XIII y primera mitad del XIV se citan, en la ciudad,
las fuentes de la calle Juan Pérez, utilizada para el consumo de las gentes
del entorno de la Plaza Mayor, Concejo y Obispado. La de la Plaza que sube a
San Andrés para el sector nordeste de la ciudad, que por el brazal de agua,
llamado de Muza, surte de agua a las Carnicerías Bajas. Finalmente la fuente
y abrevadero de la Plaza de San Juan, junto al palacio de los Sánchez Muñoz,
eran aprovechadas por la vecindad del barrio de San Juan, hospitales del
área, corrales y animales de la privilegiada sociedad que ocupa esos
espacios turolenses.
La existencia de estas fuentes en el interior del recinto de la ciudad,
supuso un alivio para el abastecimiento de los hogares y para los aguadores,
ya que las distancias a recorrer fueron mucho menores.
El crecimiento de la población, hizo aumentar la necesidad de agua y
Pedro IV se vio obligado en 1374 a ordenar la construcción de varios aljibes
en la ciudad. Dos se emplazaron en la Plaza Mayor, el somero o iusano frente
a la calle de Santa María y el fondonero en la parte más baja de la Plaza.
Ambos aljibes estaban enlazados por cañerones de piedra.
En el interior del recinto amurallado hay que resaltar la existencia de
un pozo, con una profundidad de nueve metros, ya desde finales del siglo
XII, en la confluencia de la calle de San Andrés y la calle de los Muñoces
(Tomás Nougués). El fin del pozo sería recoger las aguas que bajan de la
zona alta del barrio de San Andrés y San Esteban. Otro pozo se construye en
la parte norte de la ciudad, para servicio de las carnicerías altas en el
oeste de la muralla (calle del Rincón), entre la Puerta de Zaragoza y la
Torre Lombardera. Este pozo se cerró por mandato del Concejo el año 1419.
En el espacio de la Plaza del Mesón de la Comunidad existen indicios de
que pudo existir un aljibe medieval, pues la documentación, hasta el siglo
XVIII, hace referencia, muchas veces, a la Fontana que hay en la "Plazuela
de la Comunidad".
El abastecimiento seguro de agua verá su solución definitiva con la
construcción del Acueducto de los Arcos, el año 1537, por Pierres Vedel,
trayendo el agua de la Peña del Macho, fuente que dista del centro de Teruel
media legua. Se taladró una mina en la Peña el Macho y con más de 140 arcos
pequeños, salvando el barranco se llegó a la ciudad con un coste de 50.000
sueldos. Ya en la ciudad con ocho arcos formados por dos cuerpos
superpuestos, superan el Arrabal. Se apoyan en el remate de la primera
arcada del acueducto por medio de una galería que horada los arranques de la
segunda y superior arcada que es el propio acueducto.
Entre el espacio de la calle se Santa María y la Pescadería, tras
levantar el Acueducto Pierres Vedel, se edificó la primera fuente pública de
la plaza Mayor. En 1858 se trasladará a su actual emplazamiento, Fuente del
Torico, porque impedía el tránsito de los carruajes.
Además de la fuente de la Plaza Mayor, también se instalaron las de San
Miguel, del Fosal, de San Salvador, de San Andrés, de San Juan, de Santa
María y de Santiago.
La única fuente que se conserva es la que se encuentra adosada a la Casa
del Dean, en la Plaza de la Catedral, se trata de la antigua fuente del
Arrabal, que sustituyó a la original fuente de Santa María.
Si la instalación de estas fuentes, gracias a la construcción del
Acueducto de los Arcos, significó la solución definitiva para el
abastecimiento de agua de la ciudad, para los aguadores fue el inicio de su
lenta desaparición.
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